Relato de María Valerón Romero • Ilustración: @elcaosdegua
Desde que leyó la cicatriz de su boca ya no volvió a dormir. Atravesaba, fina, el labio de Susana, surcaba el contorno y caía como una gota hacia la barbilla.
No es que no pudiera dormir, tenía sueño, pero después de aquel detalle dormir le parecía una pérdida de tiempo, horas perdidas que podría usar en repasar una y cien veces la línea que giraba caprichosa por el borde rojo de la voz de aquella chica.
Fue en una décima de segundo; con la risa cayó un relámpago de dientes, la piel se estiró y quedó descubierta aquella cicatriz vieja, como un rayón antiguo de la pared escondido debajo de varias capas de pintura. Estaba allí, estaba hablando de algo que debió haber pasado hace demasiado tiempo porque una marca así no se esconde por capricho debajo de tanta piel nueva.
Una décima de segundo fue suficiente para marcar el pliego y trasladar la imagen hasta el fondo de los ojos de Rafael, que la grabaron como un interrogante, como una sorpresa nueva. Y ya nada de la conversación le interesó tanto, ni los viajes, ni el trabajo, ni la música que había estado escuchando los últimos meses que no se habían visto; lo único que pudo interesarle, que persiguió con impulso casi obsesivo, eran los bordes torcidos de la boca de Susana, aquella asimetría que hasta al momento no tenía explicación. Pasó el resto de la tarde esperando que la huella se despertara de nuevo, sin suerte.
Las siguientes semanas paseó su boca por todas las luces: por el atardecer de la playa, y los focos de un concierto, y el mediodía en la ciudad. Incluso se empeñó por recorrer museos y galerías de arte, con el deseo secreto de que las luces blancas atrajeran la cicatriz, como ciertos bombillos llaman a los peces en la oscuridad del mar. En el faro del puerto, se besaron durante horas, y entre cada risa, en medio del foco intermitente, los ojos de Rafael corrían, buscando, tentando la piel clara.
Aunque acarició su boca, besó y mordió y apretó su boca, aunque rozó una y mil veces con los ojos el espacio que una vez señaló aquel interrogante, aunque cada noche recordaba exactamente dónde estaba la fina y larga arruga, y aunque la cara de Susana se hubiera convertido, de repente, en un mapa que llevaba inevitablemente siempre a aquella línea que se había escondido por capricho, Rafael no encontró nunca la cicatriz.
Pero para entonces aquel pliego ya había dejado de tener consistencia en esta historia: había pasado a ocupar un hueco casi imperceptible debajo de la memoria, donde Rafael lo guardó como el imán que le había arrastrado hasta la vida.
