Lajares de las cabras a la ONU
Entre el jable de las prehistóricas playas majoreras y los malpaíses que surgieron con las últimas erupciones volcánicas ocurridas en Fuerteventura hace unas decenas de miles de años para originar todo el actual noroeste insular, desde Majanicho hasta El Cotillo, se encuentra el pueblo de Lajares. Lo que históricamente fue un pequeño diseminado de viviendas donde unas pocas familias subsistían de la agricultura y la ganadería, se ha transformado en la actualidad en un lugar de encuentro entre esa antigua cultura y la aportación de las innumerables nacionalidades que a día de hoy conviven en este pueblo de intercambio, de integración y de enriquecimiento cosmopolita.
Por Janey Castañeyra de León
Lajares atrapa a la gente. No hay otra explicación. «Si en el año 1932, Lajares tenía 258 habitantes, a la par que Corralejo, hoy el censo registra a más de tres mil», explica el historiador Carlos Vera, tras consultar los datos de empadronamiento. Y lo más llamativo, procedentes de un total de 35 nacionalidades distintas. Entre todas ellas, redondeando, un millar son españoles —¿cuántos serán majoreros?—, otro millar se reparte entre alemanes, británicos, italianos y franceses, y el resto son nacionalidades mayormente europeas, aunque también hay argentinos, brasileños, estadounidenses, algunos africanos e incluso un ciudadano de Madagascar, entre otras muchas procedencias exóticas. Se trata de un proceso, agrega Vera, «relacionado con el cambio económico que produjo el turismo y que en el norte fue detonado por los hoteles Tres Islas y Oliva Beach. Los pueblos del interior se vieron afectados por el trasvase de población hacia las zonas turísticas».
Una de las primeras en llegar a Lajares desde Alemania fue Annemarie Junge, bautizada desde el principio como Ana María. Se estableció aquí en 1982 con su pareja de entonces, un natural de Lajares que conoció en Alemania y con su bebé de pocos meses que hoy es la joven veterinaria del pueblo, Inés Martín. Aquí nacieron otros dos, Vicente y María, dos nombres españoles, porque Ana María es una majorera más. «Lo que más me impactó», recuerda, «es la gente del pueblo, cómo me acogieron nada más llegar». En aquel entonces en Lajares no había agua corriente, los vecinos llenaban los aljibes con el agua que se traía en cubas, ni tampoco electricidad, sino que algunos tenían un pequeño generador que encendían solo por la noche, así que tampoco tenían neveras. En todo el pueblo había un único teléfono en el bar de Pepe Luis. «Y sin embargo, vivían felices. De ellos aprendí los valores de la vida, porque era una gente que sin tener nada, te lo daba todo».
Siendo extranjera, Ana María comenzó trabajando como guía turística, en la oficina de turismo, y dando clases de alemán a los primeros jóvenes que se fueron a trabajar a los hoteles Riu de Corralejo, hasta que se asentó como la profesora de alemán de Radio Ecca durante veinte años. Era el comienzo del turismo, y al igual que los majoreros, muchos llegaron desde fuera a trabajar, y luego se quedaron a vivir en la isla dando lugar a ese proceso de internacionalización tan característico del norte de la isla.
Con todos ellos llegó la cultura del viento y las olas, que a día de hoy es una de las principales señas de identidad de Lajares. Equidistante de los spots de Corralejo, Majanicho y El Cotillo, todo el mundo lo sabe, Lajares es un pueblo surfero, aunque sin olas. Muchos llegaron atraídos para descubrir este paraíso virgen del surf, el windsurf y, más tarde, del kitesurf, y se quedaron. Pero hay algo más en este enclave estratégico que es Lajares, este triángulo de las bermudas, como alguno lo ha llamado, que te atrapa para siempre.
Podrá ser la tranquilidad, o la hospitalidad de los lugareños, o el ambiente de cordialidad y respeto que destacan tanto habitantes del pueblo como visitantes. En todo el casco no hay un solo edificio, sino una sucesión de casas terreras que se conectan unas con otras en un romántico desorden de calles y veredas. Y en cada una de ellas se reproduce la misma postal, una terraza y una bebida, el atardecer, el silencio mecido por la brisa y el rumor de los jardines.
La internacionalización de Lajares ha creado también un modo de vida especial, muy distinto al cosmopolitismo más tosco de Corralejo. Un usuario de Trip Advisor lo define, con cierto tino, como «un pueblo eco-chic». Y es que a diferencia de otras localidades, la inmigración en Lajares no ha ocasionado apenas desajustes sociales. «Ha sido una inmigración más civilizada, con mayor formación y, también, más pudiente», explica una de las mayores expertas en integración en Fuerteventura, la presidenta de la Asociación Cultural Raíz del Pueblo, Concha Fleitas.
La aportación de todas las culturas que confluyen en Lajares se refleja en el ambiente. Junto a las numerosas escuelas y tiendas de surf que proliferan por todo el pueblo, a los célebres conocidos conciertos antes en el Point y hoy en The Return, las jam sessions del Canela Café, aparecen restaurantes de cocina internacional como el Rojo Tomate, buenísimos cafés como el Arco, tienda de productos elaborados con materiales reciclados… Variopintos negocios que montan los vecinos ofreciendo clases de yoga, de shiatsu, unos cocinan y le llevan la comida a casa a los vecinos es el caso de Como Como, otros intercambian labores de jardinería por pan casero, o pan casero por queso, o queso por unos vegetales de la huerta. Nada de eso ocurre en otros puntos de la isla. Y a pesar de todo ello, todavía se puede encontrar alguna parranda de timples y guitarras que de vez en cuando montan los majoreros.
Los nacidos en el pueblo antes del boom tienen su propia visión. Uno de los referentes en la ganadería del norte, heredero de una antiquísima tradición familiar, Miguel Calero, nacido en Lajares en los años setenta, tiene un justificado miedo «a que se pierdan las costumbres». «Cuando yo era pequeño habíamos unas cincuenta familias. Todos nos conocíamos. Salías al pueblo a ver a la gente y los mayores echaban la tarde en un bar con unas copas y jugando a la baraja. Hoy ya no están esos bares, y tampoco se puede hacer porque en los restaurantes hay que dejar el sitio para sentar a más clientes. Así que ahora la gente se queda en casa». «Es una cosa distinta», afirma, aunque ya «casi todos se han adaptado». También «tenemos menos espacio para soltar el ganado», y aunque no es la generalidad, se producen ocasionalmente algunos conflictos «entre algunos compañeros y vecinos que se quejan de los animales. Pero no es nuestra culpa, nosotros estábamos aquí de antes».
Sin embargo, este tipo de encuentros son menos habituales de lo que podrían serlo, según Ana María Junge. Ella, que viene de otra cultura, se sigue sorprendiendo «de lo tolerante que es aquí la gente». «En Alemania –dice-, si hay un vecino que hace ruido o algo parecido te denuncian automáticamente. Pero aquí es como bueno, no pasa nada, a lo mejor mañana le molesto yo a él».
Si los españoles son un tercio de la población de Lajares, los majoreros son solo una parte de ellos. Miguel Calero lo ilustra con una curiosa expresión: «Para encontrar una boda entre dos novios del pueblo hay que echar bastantes años pa’tras». Pero a pesar de todo ello, la tolerancia, la hospitalidad y la disposición la integración que recibió Ana María treinta y cinco años atrás se ha transmitido, de algún modo, hasta la actualidad. A día de hoy son tan locales los antiguos vecinos, los primeros extranjeros en llegar como los hijos de todos ellos, y esa identidad que conforman es tan singular y característica como la anterior. Una realidad que, con fortuna, pervivirá también en el tiempo.

© Lagui José
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